Landor el eficiente

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Landor el eficiente

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Mantenía en la mano una copa medio llena de aquel líquido color sangre. A sus pies, el hombrecillo sentado en el suelo le miraba de frente, sin mostrar temor. Landor dio un sorbo, paladeándolo, y se perdió en sus pensamientos. Nadie se atrevía a moverse en el hangar.

Unos días antes habían llegado  a sus objetivos, que habían sido ocupados con menor resistencia de la prevista. La superioridad de su armamento, abrumadora,  había inspirado un temor muy útil; quizá por eso lanzó un grito de  rabia cuando su aerodeslizador fue alcanzado por el proyectil anticarro de un anticuado rpg-7. Salió despedido contra unas rocas, y el dolor de la pierna fracturada le hizo perder el conocimiento. Al despertar estaba oscuro, salvo por la luz que el fuego reflejaba en las paredes de la cueva.

Los humanos estaban sentados en grupo y comían. Se asombró de no sentir dolor, aunque un aparatoso vendaje le cubría una pierna hasta la ingle. Les llamó en su idioma —por suerte, el traductor incorporado al casco estaba indemne— y les exigió ser llevado inmediatamente ante sus superiores. Sin hacerle caso, una anciana le acercó una escudilla repleta de caldo espeso y sustancioso. Por su nariz penetró un aroma que jamás había imaginado que pudiera existir. Sus papilas gustativas, acostumbradas al sabor del gel integrado, temblaron al contacto de aquella sustancia desconocida y gloriosa.

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Día tras día, alguien curaba sus heridas y vigilaba el entablillado de la pierna. Siempre había alguien con él en la cueva, aunque no estaba atado y se podía desplazar con un rudimentario bastón. Landor el eficiente comió truchas a la brasa, queso, guisos de legumbres, deliciosos huevos preparados de diferentes maneras —¡una sublime tortilla de patata!—, conejo y cabrito asados, tomates y lechuga acompañados de tortas de trigo y manzanas, que sólo conocía de haber visto sus imágenes en hologramas los día previos a la invasión. La sexta noche, mientras dormía, una de las patrullas de búsqueda asaltó la cueva y capturó a los humanos.

En el consejo posterior los notables de Phobos y Deimos, consejeros de la expedición, abogaron por la prevista exterminación de los humanos supervivientes; así la cultura marciana podría implantarse sin trabas. Correspondía al alto mando militar tomar la decisión. Landor el eficiente terminó su comida —un excelente guiso de gallina— y se hizo acompañar al hangar.

Con la copa en la mano, se sentó. Decidió que en Marte no podían aprender técnicas de una población terrícola devastada, pero podían recuperar una cultura que ayudaba a sentirse vivo. Y además —pensó—  un planeta capaz de elaborar esa maravillosa sustancia que llamaban vino no merecía ser destruido como otros: La Tierra seguiría viviendo.

Dr. José María Esteve Barcelona