Alexander – Adolescente rebelde

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ALEXANDER – Adolescente rebelde

En el cambio de clase se cruzaron por el pasillo. Con la algarabía de fondo, la mirada de Clara le dijo que tenía que decidir. O se la jugaba o perdía seguro. Se la jugó.

  • “Estoy por ti”.
  • “Yo también por ti, idiota.” Y le sonrió.

***

“Soy duro”, pensó. El viento de diciembre le recordó el frío. Siempre hacía frío. Arjàngelsk. Nieve, ventisca, lluvia, barro. Cuando volvía del aserradero, su padre bebía y fumaba. Comían poco, borscht y pan, algo de pescado ahumado. Eso también daba frío. Ella ya había bebido. A veces se pegaban entre sí. Otras les pegaban, a Vania y a él. Soportaba el revés sin apenas cerrar los ojos. Mantenía a su hermano a la espalda. Luego se lamía la sangre seca. Dormían juntos, una sola manta. Más frío. Tuvo suerte con los servicios sociales. El accidente de la serrería les dejó solos con una madre destruída y fueron recogidos en el internado. A los cuatro meses tenía fama de rebelde. Insolente, despreciando al resto del mundo. Bajito, ancho, con pies y manos como piedras y habilidad para utilizarlas. 

En un primer momento, Javier y Rosa se quedaron fríos como la nieve que les acompañaba desde que bajaron del avión. Vania miraba al suelo. Alex a los ojos, las manos caídas y los puños apretados. “Es cuestión de tiempo. Y paciencia.” Eso les dijeron antes de llevárselos al hotel. Los tres días que pasaron antes de volver fueron tensos, sin una lengua común, sin apenas entendimiento. Vania se relajaba con la comida. Sus cinco años disfrutaban de las chocolatinas. Al llegar a Madrid, Sacha necesitó toda la paciencia que derrocharon con él. Los sucesivos colegios también.

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“¡Fuera de clase!” y él se iba despacio, taladrando al de lengua con sus ojos grises y una sonrisa torcida. Apartado en el recreo, sólo ponía pasión en el fútbol. Y por supuesto, en las peleas. Entre uno y otras, se fue adornando de cicatrices y de una leyenda de salvaje indómito. Rechazó cualquier oferta de amistad y abortaba el diálogo con educadores, psicólogos y padres adoptivos con un “no sé” impenetrable. 

Conoció a Clara el día que le escalabraron. Estaba solo con la espalda contra la pared. Había dos con cadenas y otro más atrás tirando piedras. Cayó con la ceja abierta y chorreando sangre. Aturdido. Apenas oyó al servicio de limpieza del ayuntamiento que le salvó de algo peor. Después de la casa de socorro, Gerardo le soltó el discurso, todavía impregnado del olor a basura, mientras su hija le miraba sin decir nada. Él también la miraba. Más tarde, Clara le acompañó a casa.

  • “Vivo aquí” dijo.
  • “¿Te duele?”
  • “No, casi nada”
  • “Bueno, adiós”

No durmió bien aquella noche. Veía una y otra vez el pelo castaño, casi rubio, de ella. Sus labios, los pezones bajo la sudadera, la mirada mansa dinamitaron sus defensas. Lloró por primera vez en años, sin saber que lo hacía. Después la congoja le rompió y se tapó la cabeza con la almohada para esconder los sollozos.

Al día siguiente, cuando llegó a casa del instituto, ella le esperaba, de pie junto al portal.

  • “¿Qué coño quieres?” soltó, desabrido.
  • “Nada, ya me voy”
  • “¡Espera!”
  • “Qué”
  • “Espera, quédate conmigo”. “Por favor”, añadió al poco en voz baja.

Alex guardó el secreto para sí. No se fiaba de nadie, no sabía qué estaba pasando. Ella hablaba, suave, despacio. Acariciaba sus cicatrices con un dedo y le contaba sus sueños. Él solía escucharla con ojos asombrados. Al poco, empezó también a desgranarse en palabras nunca dichas antes. De repente, Clara le besó en los labios.

  • “¿Porqué me besas?”
  • “Estabas sonriendo”, y le besó de nuevo.
  • “No es verdad.”
  • “Sí que lo es. La primera vez. Y además te quiero.”
  • “¡Yo no quiero que me quieras! ¡Y no quiero quererte! ¡Si te hago caso no seré capaz de defenderme! ¿Es que no lo ves? ¡Déjame en paz!”

Huyó.

 

  • “¿Porqué no te duermes?”

Vania se había acercado a su cama. Al no recibir respuesta, se introdujo en ella y se acurrucó junto a él. Alex miraba al techo. Pensó en tantas noches abrazados, en el frío y el miedo. En su propio miedo a ser abandonado una vez más. En su hermano, el único ser a quien él había querido y protegido. Mientras las lágrimas corrían por las mejillas, tomó su decisión.

  • “Duérmete, Vania. Todo está bien.”

 

Fue al día siguiente cuando se la jugó:

  • “Estoy por ti”.
  • “Yo también por ti, idiota.”

No hubo más. No hacía falta. O quizá sí, porque todo estaba en el aire. A los catorce todo flota o pesa demasiado. Sonreían. Entró cada uno en su clase.

Dr. José María Esteve Barcelona