El secreto médico
Vivimos una época en la que el culto al voyeurismo emocional sobrepasa los límites del sentido común, del derecho a la privacidad, del decoro y buen gusto. Arrasan los programas televisivos en los que pretendidos famosos desnudan impúdicamente sus emociones o desvelan íntimos secretos propios o ajenos. El chismorreo sigue siendo deporte nacional, como lo fue en el mentidero de la villa de las gradas del convento de San Felipe el Real, donde se aireaban los sucesos de la corte en el Siglo de Oro. Hemos cambiado poco desde entonces. Son noticias de aparente interés el parto de una diputada, el ingreso para desintoxicación etílica de un cantante de éxito o la intervención prostática de un tenor. Y el ciudadano tiene derecho a la información, cómo no, pero el secreto médico no puede ni debe ser transgredido.
“Si en mi práctica médica, o aún fuera de ella, viese u oyera algo que se relacione con la vida de los hombres y no deba ser divulgado, lo callaré.” (Juramento de Hipócrates, siglo VI antes de Cristo). Para todo personal sanitario, las normas son sencillas: no puede hablar ni dar a conocer nada de lo que vea, oiga o entienda en el ejercicio de la profesión. Esta norma universal obliga al médico de manera tan estricta que se prolonga hasta después de haber fallecido el enfermo. Tampoco éste puede liberar al médico de su compromiso de confidencialidad. Tan sólo debe ser desvelado el secreto médico en caso de que el silencio pueda conducir a un mal mayor (enfermedades infecciosas, riesgo de agresión a terceros por enfermedad mental), o por requerimiento judicial, y únicamente respecto de los datos esenciales contenidos en la historia clínica.
Es habitual que en el transcurso de una consulta el paciente me pregunte cómo he encontrado a un familiar suyo a quien haya visto recientemente. Se asombran cuando les digo que lo siento, pero no puedo darles ninguna información, porque pertenece a la privacidad de cada uno, y yo estoy obligado por el secreto profesional. “¡Pero si soy su madre!” Y debo responder que su hijo es mayor de edad, y por tanto, a él corresponde decidir qué y a quién cuenta de su salud.
Lamento que un pilar de la profesión como la salvaguarda del secreto médico se vulnere a diario. No me parece ético que el médico “portavoz” de un centro sanitario comparezca en una rueda de prensa para informar sobre la lesión de un futbolista o la cornada de un torero. Tampoco entiendo que se exija el diagnóstico —o un código, que viene a ser lo mismo— para cumplimentar una baja laboral, por muchas ventajas estadísticas que el dato aporte epidemiológicamente a la Sanidad Pública o a entidades de asistencia a militares y funcionarios (Isfas y Muface). Ni considero aceptable que las compañías aseguradoras hagan firmar en la póliza del contrato cláusulas en la que los pacientes renuncian al secreto medico para que pueda investigarse si tienen derecho determinada prestación. Estas entidades requieren de los facultativos que informemos del diagnóstico o el momento de la aparición de los síntomas. Es comprensible que quieran asegurarse —al fin y al cabo, son aseguradoras, fundamentalmente de su propio beneficio—, pero no a costa de socavar un principio ético profesional. El médico debería limitarse a exponer las consecuencias administrativas que se derivan de la enfermedad; o sea, el pronóstico “leve”, “menos grave” o “grave” según sea el caso. (Por cierto, el pronóstico reservado no existe en medicina legal, es un invento de la prensa).
Resulta sorprendente que la ley de protección de datos no ampare al médico que se niega a revelar datos de sus enfermos. Los médicos no hemos tenido más remedio que claudicar para evitar males mayores a nuestros pacientes, que son rehenes, al igual que nosotros, de las normas establecidas por los estamentos sanitarios. Podría ser diferente si las comisiones deontológicas de los colegios médicos se ocuparan de ello, aunque temo que éstos estén demasiado entretenidos en averiguar el sexo de los ángeles. Pero ese es tema para otro día.